Todo por Batman
Por: Luis Antonio Abad Arriaga

Llegué
tarde a la cita, la cinta había empezado hacía veinte minutos y la tenía que
ver completa. Entré a otra: “Misión Secreta”, Richard Gere y otros tíos en
acción, pasable, muertes, pasajes romanticones y final cantado; una especie de
calentamiento para la del fondo.
Cinco
y cuarenta de la tarde, Batman me esperaba a la seis y veinte, con la entrada
en el bolsillo, solo, quedaba deambular mirando lo que siempre miro, potajes en
escaparate con precios al lado y de los otros, los que caminan, sin precio. Seis
y adentro, como lo hacen todos, premunido de una bandeja de por lo menos tres
kilos, un diario y malabares para que no se caiga el pote de cancha y el vaso
grande de gaseosa, el sorbete y mi cansada humanidad atravesé el pasadizo a la
sala. Un chico muy atento me saludó y cortésmente me indicó que todavía no se
podía ingresar, regresé mis pasos hasta una banca con los malabares del
comienzo, no se cayó ninguna canchita pero mi moral andaba cuesta abajo. Me preguntaba
¿Qué mierda hace un viejo como yo, angustiado, solo con tanta cosa, esperando
que el jovencito de anteojos me indique que puedo pasar? El flaquito seguramente
compadecido me indica con la mano que me acercara, cuando estaba al borde de
votar todo y largarme de allí. Señor la seis queda de frente a la izquierda,
menos mal, porque siempre me oriento mejor hacia la izquierda, lo que no me
gustó es que con el dedo me indicó la rampa de discapacitados, bueno, al final
es mejor que las escaleras. La sala seis estaba más desierta que Sambimera a la
una de la tarde, no había ninguna alma, menos mal porque nadie se percató del
mal paso en el primer escalón que dí y me costó casi medio pote de cancha, ¡mierda,
qué tengo! Traté de acomodarme ya un poco más calmado. Con la sala a mi
disposición escogí el centro, depositando mi atormentada humanidad, comencé a
tragar sin remordimiento la cancha y la gaseosa que sólo escuchaba el crujido
de mis dientes con el maíz.

Tuve
muchas ganas de cambiar de sitio, pero por miedo a hacer algún estropicio al
salir del centro, me quedé estoicamente en el lugar devorando con más fruición lo
que quedaba de cancha, pensando malévolamente que de repente el asesino de
Denver, había estado rodeado de gente como mis vecinos de asiento. No, ya falta
poco, valor, me daba a esas alturas.
Me
gustó mi concentración para enfocarme en el film, salí satisfecho del cine, eso
es bueno. A estas alturas de la vida me doy cuenta que la torpeza se vuelve
habitual como los dolores y malestares cotidianos. Torpeza para sacar alguna
cosa del bolsillo y encontrarla enredada entre las catorce llaves que ando en
dos llaveros, el celular, papeles, billetera, sencillo y otras cosillas que ni
me acuerdo para que las puse allí. Torpeza para bajar del taxi y zafar el
zapato enredado entre el asiento, para subir a una moto y no golpearme la
cabeza o para tratar de salir presentable en las fotos y al final verme con una
sonrisa que más parece una mueca.
Al
final El caballero de la noche, me ayudó a afinar mi autoconcepto, recrear la
criatura que todavía –eso espero- tengo dentro y emocionarme y reirme de
cojudeces que al final es la vida misma, una serie de cojudeces.